La obra y la época
Los siete años que van de 1905 a 1912
significan, posiblemente, el período más fructífero, y sin duda el más
original, de la producción operística de Richard Strauss (1864-1949).
Imbuido, como casi todos los compositores de fin de siglo centroeuropeos, por
la obra de Wagner, Strauss rindió honores a esta filiación con dos obras de
juventud, Guntram (1894) y Feuersnot (1901), sin lograr ningún éxito
relevante. Pero cuatro años después de esta última ópera, con la redacción de
Salomé (1905), Strauss iniciaba el camino de una producción para la escena
que había de convertirlo, a lo largo de su dilatada existencia, en uno de los
autores operísticos más relevantes de todo el siglo XX.
Con Salomé, Richard Strauss también
iniciaba la vía de una estrecha colaboración con libretistas de gran valor,
mucho más notables, en términos generales, que los literatos que habían
colaborado en la tradición operística italiana, e incluso más originales que
el mismo Wagner, que había escrito personalmente la mayoría de libretos para
sus óperas basándose casi siempre en una reelaboración de la antigua
mitología germánica. Así, Salomé se hizo sobre libreto de Hedwig Lachmann y
del mismo compositor, pero con escasas variaciones respecto a la obra
homónima de Oscar Wilde, que había dado al teatro su Salomé, en francés, en
1893. Con la redacción de Elektra, estrenada en 1909, Strauss empezaría a
ofrecer una larga serie de óperas con el apoyo literario de uno de los más
grandes autores de la literatura vienesa de todos los tiempos, Hugo von
Hofmannsthal. Muerto este autor en 1929, Strauss aún contaría, para la
redacción de los libretos de sus óperas, con un autor tan significativo como
Stefan Zweig. Podemos decir, en consecuencia, que Strauss contó a lo largo de
toda su carrera como compositor operístico con una de las nóminas más
gloriosas de escriptores que ha conocido el mundo de la ópera.
Pero, como decíamos, los siete años que
van de 1905 a 1912 también son los años que señalan una de las evoluciones
más cargadas de originalidad que se dieron en la producción musical de
Strauss, afincado en Viena desde 1918 como director de la Ópera de dicha
ciudad. En efecto, existe una distancia tan grande como significativa entre
los argumentos y, en parte, el lenguaje musical de Salomé y Elektra, y los de
esas dos obras monumentales, cumbres indiscutibles de la ópera del siglo XX,
que son Der Rosenkavalier (1811) y Ariadne auf Naxos, estrenada en su primera
versión al cabo de tan sólo un año. Salomé es una historia bíblica que, con
cierto regusto naturalista y a la sombra de Wilde, Strauss convierte en atrevida
exposición del tema de la femme fatale, de la mujer pérfida y lasciva (lo que
no tiene nada que ver con la hija de Herodias tal como lo leemos en los
evangelios sinópticos). Es un tema que encontramos no menos exagerado en la
pintura francesa simbolista (Gustave Moreau, por ejemplo) y aún más en los
pintores modernistas del fin de siglo vienés (Gustav Klimt, el más
significativo de todos). Elektra, por su parte, retoma el mito de Sófocles
sin alterarlo y permite a Richard Strauss, por la propia crudeza del género
trágico, profundizar en el registro impresionista que ya encontramos en la
ópera anterior. Por el contrario, como ya se ha dicho, las dos óperas que
siguen a las dos citadas, es decir, Der Rosenkavalier y Ariadne auf Naxos,
corresponden a una concepción de la ópera muy distinta, situada, no tanto en
lo que respecta a la música, pero sí en cuanto a la acción dramática, en las
antípodas de Elektra y Salomé.
Un análisis detallado de esta evolución
permitiría realizar un diagnóstico de la cultura vienesa de los primeros doce
años del siglo XX y, especialmente, permitiría elaborar toda una teoría
sociológica sobre la recepción de la música dramática de la Viena de aquella
época. Der Rosenkavalier es lo suficientemente conocida para que podamos ahorrarnos
un comentario más extenso: significa un homenaje a Mozart y una cierta
apoteosis, cargada de melancolía, de un espíritu galante que había presidido
el imperio austrohúngaro en tiempos de María Teresa pero que ya no podía
encontrarse en la Viena de principios del siglo XX si no es, como residuo,
nostalgia o reacción. Por eso resulta tan interesante Ariadne auf Naxos: esta
ópera, con libreto de Hofmannsthal a partir del mito griego que narra las
desventuras de Ariadna, abandonada por Teseo en la isla de Naxos, sirvió a
Richard Strauss, por así decirlo, para presentar la dialéctica –que él mismo
ya no resolvería nunca, si no es como renuncia de ciertos presupuestos de los
años jóvenes– entre una ópera arraigada en la gran tradición dramática
europea de la tragedia y una ópera vinculada, por amor de una sociedad que se
encantaba en ella, a los argumentos más ligeros de la comedia. Para ser más
exactos, en Ariadne auf Naxos se reunían la tragedia y la commedia dell’arte,
la primera como resto filológico severo de una gran civilización perdida, y
la segunda como exponente de una tendencia al entretenimiento
aristocrático-burgués.
El argumento es algo sencillo de contar
(ponerlo en texto y en música es mérito indiscutible de Strauss y de su amigo
poeta): en un Prólogo que la segunda versión (1916) liga perfectamente con la
ópera propiamente dicha, conocemos que, en una casa señorial de la Viena del
XVII (la misma época en que se desarrolla Der Rosenkavalier), un aristócrata
ha invitado por error a una compañía de teatro trágico y una compañía de
comedias en el día en que celebra su aniversario. Tras largas discusiones, el
mayordomo de la casa da órdenes a ambas compañías para que representen las
obras respectivas simultáneamente. La doble representación es objeto de toda
la segunda parte de la obra, u ópera propiamente dicha: Aridadna lamenta su
suerte en una roca de Naxos; tres ninfas la acompañan e intentan consolarla;
aparecen los personajes de la commedia dell’arte y hacen todo lo posible por
animar a Ariadna; finalmente, Bacchus salvará a Ariadna de su exilio, con una
promesa de amor que la resarce del disgusto que le ha dado Teseo.
Desde el punto de vista de la acción, no
puede resultar más sencillo. La genialidad reside en el hecho de que tanto el
libreto como la partitura fueran capaces de sintetizar de un modo
maravilloso, insólito en el terreno de la ópera, dos registros tan
antitéticos entre sí como el del teatro serio y el del teatro de bufonadas.
La gran lección de esta ópera de Richard Strauss consiste en el hecho de que
hoy podamos verla representada como quien ve escenificada y metaforizada una
pugna sin duda incómoda tanto en 1912 o 1916 como a principios del siglo XXI:
la cultura aristocrático-burguesa centroeuropea no ha dejado de moverse entre
la estupefacta admiración de unas formas serias de teatro (las que aún
indican todo lo que nos queda de la tragedia antigua) y la agradable
inmersión en una forma de teatro destinado, por antonomasia, al puro
entretenimiento.
Jordi Llovet
catedrático de Teoría de la Literatura
de la Universidad de Barcelona
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Sobre la música en Ariadne auf Naxos
Difícilmente,
ninguna otra obra fruto de la colaboración entre Richard Strauss y Hugo von
Hofmannsthal se caracteriza, como Ariadne auf Naxos, por sus múltiples
retoques y, al fin al cabo, también por las desavenencias fundamentales
entre el libretista y el compositor. Les razones de estas dificultades hay
que buscarlas en el pasado. De hecho, Hofmannsthal, a raíz del estreno
absoluto de Der Rosenkavalier en Dresde en el año 1911, ya se mostró
bastante descontento por el tratamiento musical que Strauss había dado a su
obra. Y la crítica manifestada en aquella ocasión también marcó, en muchos
aspectos, la colaboración posterior entre el libretista y el compositor. A
Hofmannsthal sobre todo le supo mal que el compositor no hubiera satisfecho
su exigencia de crear una música delicada y discreta. Delante de su amigo
Harry Graf Kessler, un aristócrata de refinado gusto artístico,
Hofmannsthal se quejaba de que Strauss, en Der Rosenkavalier –la primera
obra conjunta–, había "vertido la música como si se tratara de salsa
sobre carne asada".
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Les discrepancias fundamentales sobre el
estilo musical, la estructura de composición formal y el tratamiento de la
orquesta y de les voces, també serían la problemática central en Ariadne,
concebida sólo cuatro meses después del estreno de Der Rosenkavalier. Ya las
primeras propuestas de Hofmannsthal sobre el concepto dramático-musical
general fueron contestadas por Strauss con observaciones críticas bastante
bruscas. Porque la idea del libretista de presentar el nuevo proyecto
operístico como una Nummernoper convencional, caracterizada por la
alternancia de recitativos y arias, no podía despertar en el declarado
admirador de Wagner, y defensor del concepto de una continuidad
ininterrumpida del discurso musical, el entusiasmo y la inspiración
necesarios. Hofmannsthal pensaba en una "ópera de treinta minutos,
escrita para una pequeña orquesta de cámara, combinada con figuras heroicas y
mitológicas, con vestuario del siglo XVIII, con miriñaques y plumas de
avestruz, y con personajes sacados de la Commedia dell’arte, cuyo elemento
heroico es entretejido constantemente con ciertos aspectos buffo. [...]
Pienso que podría dar un resultado fantástico, un nuevo género que
aparentemente recorre a un género más antiguo, porque ya se sabe que toda
evolución siempre avanza en un movimiento espiral [...]". A Strauss, en
cambio, este proyecto no le ofrecía ningún elemento para encontrar un
concepto compositivo innovador. Porque, para él, los elementos buffo y serio,
tal como se evocaban aquí, se hallaban asociados de forma inseparable con
aquella típica repetición constante de recitativos y arias con un ideal
músico-estético, que había quedado atrás hacía mucho tiempo.
No obstante, lo que en una primera
lectura del proyecto de Hofmannsthal parece un sustrato poético inofensivo,
en un análisis más exhaustivo se revela como un concepto ideológico
cuidadosamente meditado, de carácter filosófico-histórico, que manifiesta
unas innegables aspiraciones a reformar la ópera. Hofmannsthal conocía las
teorías que Wagner había publicado en su Oper und Drama, y es muy posible que
–al adoptar aquí modelos formales del barroco– quisiera probar, muy
conscientemente, las posibilidades de una composición recortada, en cierto
modo disociada, que no siguiera una narrativa lineal, sostenida por una red
de múltiples leitmotiv, persiguindo así una estructura dramaticomusical
diametralmente opuesta al ideal de la continuidad ininterrumpida del discurso
musical. Por este motivo forzó la colisión, frecuente en la práctica
operística barroca, de los diferentes niveles estilísticos mediante la
combinación de una ópera seria con un intermezzo de carácter cómico, hasta
llevar estos dos géneros a una absurda simultaneidad, hecho con el que este
recurso adquiría un rasgo de absoluta modernidad épica. Uniendo la palabra
cantada con la hablada, e intercalando intermedios danzados, Hofmannsthal se
posicionaba mucho más allá de aquello que Federico Busoni, unos años más
tarde, pondría en pràctica con su Arlecchino al estilo del "nuevo
clasicismo" ("jungen Klassizität"). Con el objectivo de
conseguir una estructura formal lo más fragmentada posible, animó a Strauss a
componer músicas de acompañamiento de la acción a modo de intermedio y
divertissements cómicos. A partir de la mezcla de estilos de la
"comedia-ballet" de Molière y Lully, nada carente, por cierto, de
referencias de crítica social, se había desarrollado la tragédie lyrique como
forma predominante de la ópera en la corte francesa (Hofoper) de l’ancien
règime. Hofmannsthal perseguía un concepto semejante, en el que pretendía
unir les particularidades de la comedia-ballet francesa con los ingredientes
de la anterior opera seria italiana, así como los juegos de máscaras de la
Commedia dell’arte.
Después de las primeras propuestas
concretas de Hofmannsthal, Strauss debió de comprender que su libretista
pensaba en una composición operística que implicaba una cierta degradación de
la música: convertirla en un medio puramente ilustrativo y supeditado a la
palabra. Pero Strauss difícilmente toleraba ninguna tutela por parte de un
libretista, porque desde hacía tiempo había adquirido el reconocimiento
internacional con sus poemas sinfónicos puramente instrumentales, como Don
Juan, Till Eulenspiegels lustige Streiche y Also sprach Zarathustra, y ya
había desarrollado un estilo muy personal y singular en el campo de la música
orquestal sinfónica. Como compositor, se hallaba en la cima de la modernidad
musical y gozaba de una soberanía absoluta. Es por esto que no es de extrañar
que encontrara muy "pesado" el trabajo en esta ópera y que de
momento negara a Hofmannsthal la deseada aprobación del tema y el entusiasmo
necesario. Strauss sólo empezó a entusiasmarse por el proyecto propuesto
cuando Hofmannsthal pudo hacerle comprender que esta pequeña obra, concebida
como un trabajo conjunto, tenía que ser creada solamente para dar las gracias
a Max Reinhardt, con la ayuda del cual se había conseguido convertir en un éxito
sin precedentes el estreno absoluto de Der Rosenkavalier en Dresde.
No obstante, la concepción dramatúrgica
absolutamente extraordinaria concebida por Hofmannsthal, con la combinación
de teatro hablado y teatro cantado, resultó bastante problemática en cuanto a
su estructuración compositiva. De hecho, Strauss sólo empezó a creer en este
argumento a raíz de una idea de Richard Specht, el futuro biógrafo del
compositor, que sugería una separación total y completa de la ópera Ariadne
de la comedia de Molière, y estructurar una nueva introducción musical y
escénica. Para esta versión, los dos autores también tenían propuestas de
composición claramente opuestas. Hofmannsthal quería que esta nueva
introducción –una unidad de acción de cuarenta minutos– se representara como
recitativo secco, o sea, sin arias, duetos ni otras intervenciones de
lucimiento vocal. Sin embardo, Strauss concibió esta introducción como una
mezcla de dicción fluida y lirismo enfático, un concepto compositivo que
posteriormente desarrolló más ampliamente en sus conversaciones musicales
Intermezzo y Capriccio. Contrariamente a las pretensiones de Hofmannsthal, en
toda la obra no hay ningún recitativo en el sentido estricto de la palabra;
la intención de Strauss de conseguir en la introducción una conversación
musicada, se manifiesta más bien como un tipo de "parlando" que
fluctúa con gran flexibilidad entre secco y accompagnato. Además, aparecen en
ella pasajes culminantes parecidos a arias, como, por ejemplo, en la canción
de "Venus’ Sohn", en la ariette del maestro de danza, en el dueto
Zerbinetta-Komponist, y también en "Musik ist eine heilige Kunst".
En todas estas intervenciones aparecen anticipaciones con carácter de
leitmotiv, que adelantan motivos característicos de la ópera que seguirá, a
menudo con una acusada agudeza irónica. El preludio instrumental, por su
lado, que da paso a la ópera propiamente dicha, recuerda tímidamente la
apertura francesa, pero después de un motivo introductorio, que parece un
plagio del enérgico tema que encabeza el comienzo de Der Rosenkavalier, y de
algunas notas estimulantes y decorativas en Re mayor, no ofrece nada más que
una especie de popurrí bastante superficial de los temas principales,
incluido también el del personaje del Komponist.
Por lo general, por lo que respecta a la
figura del Komponist, Strauss consiguió esbozar un personaje extremadamente
acertado, partiendo del concepto específico al que le obligaba este papel de
hombre interpretado por una mujer. Dicho papel ha supuesto los éxitos más triunfales
de las grandes sopranos del siglo XX, como Lotte Lehmann, Elisabeth Schumann,
Sena Jurinac o Irmgard Seefried, en el emocionado idilio en Mi mayor,
concebido como un dueto de amor entre el Komponist y Zerbinetta, donde él le
explica el contenido de su opera seria con palabras excéntricas y con la
grandilocuencia operística que adquiere la entonación musical, la cual se
opone diametralmente a la alegría cómica que caracteriza la Commedia
dell’arte. Strauss también destruye las diferencias introducidas por
Hofmannsthal entre las cuatro figuras cómicas que rodean Zerbinetta,
modificando sus diferentes entradas y salidas de escena. Con el objetivo de
no poner de relieve el lirismo tan ágil de las pequeñas canciones que
atribuye a Arlequín, Zerbinetta y Bacchus, Strauss las intensifica y las
llena de patetismo. La canción es sólo un pretexto formal. El cuarteto de los
Arlequines, convertido en quinteto con la intervención de Zerbinetta, sigue
la forma de un rondó. Para el aria de bravura dividida en tres partes de
Zerbinetta, Strauss nos remite explícitamente a los modelos de Bellini,
Donizetti, Hérold, Verdi y Mozart. El "Töne, Töne" de las ninfas
recuerda la canción de cuna "Schlafe, schlafe, holder süßer Knabe",
op. 98, n.º 2, de Franz Schubert. Es así como una figura más bien efébica
–Bacchus–, que todavía no ha tomado conciencia de su divinidad, y que acaba
de pasar de niño a hombre maduro a través de su experiencia amorosa con
Circe, se convierte en un Siegfried wagneriano forzado a la afectación debido
a la elevada tesitura. También el alargamiento y la intensificación vocales
ya mencionados, que hacen que las canciones de Zerbinetta se conviertan en
una verdadera gran aria, chocan con la visión de Hofmannsthal, porque carece
–más claramente que en el aria equívoca del cantante en Der Rosenkavalier–
del momento de la parodia operística. Precisamente por esto, el aria de
Zerbinetta se convertiría, pese a todo, en una pieza de lucimiento de esta
ópera, con la cual, tras Selma Kurz, sopranos de coloratura como Maria
Ivogün, Adele Kern, Rita Streich, Erika Köth y Edita Gruberova pudieron
lograr los más grandes éxitos.
Así pues, y pese a la gran admiración que
Hofmannsthal tenía por Strauss como compositor, le perduraba la espina de no
haber sido entendido. Esbozó la problemática subyacente en su carta del 6 de
diciembre de 1919 a Rudolf Pannwitz, en la que acusaba al compositor de haber
"hecho grosera la delicadeza, dejado de lado la espiritualidad,
degradado el ingenio". Strauss, sin embargo, se preocupó muy poco de
semejantes quejas, porque sus criterios eran otros. Con su música perseguía
el desarrollo de elementos de efecto estético en el público que más bien se
orientaban hacia las categorías de sonoridades sinfónicas orquestales, la
configuración de arias de gran efectividad y la caracterización plástica y
realista de los personajes.
Julia Liebscher
professora de
Historia de la Música
de la Universidad del Ruhr-Bochum
Ficha vocal
Cuando se trata de hablar de la vocalidad
de Ariadne auf Naxos ya se da por sentado que se hace referencia a la segunda
y definitiva versión de 1916, aun cuando se haya grabado últimamente en disco
y se haya representado en teatro la primera, de 1912. La diferencia es
substancial, puesto que en la primera Ariadne hay menos personajes cantados y
la tesitura de Zerbinetta es mucho más aguda y extensa. Hablemos, pues, de la
versión estándar de 1916, que es la que se representará en el Liceu.
La cumbre del reparto es –debe serlo, al
menos– la protagonista. Ariadne es una soprano lírica con cuerpo y sustancia
de densidad dramática capaz de dar sentido a su primer gran monólogo
("Ein Schönes war, hiess Theseus"), de radiante belleza, y de
profundizar en el éxtasis lírico de "Es gibt ein Reich". El gran
dúo final en Re bemol con Bacchus –aunque habría que hablar de Dionysus, ya
que se está en plena mitología griega y no en la romana– es sólo un concurso
de facultades sin premio. Maria –Mizzi– Jeritza fue Ariadne en el estreno de
ambas versiones y el tipo vocal de la heroína ha proporcionado muchas
satisfacciones a Lotte Lehmann –que estrenó, sin embargo, el Komponist en
Viena–, Elisabeth Schwarzkopf o Lisa della Casa.
Zerbinetta es, pese al protagonismo de
Ariadne, quien acostumbra a dar el golpe en las representaciones en vivo y en
directo. Aun cuando la tesitura es menos aguda que en la primera versión –la
nota más alta es aquí un Mi y no ya un Fa sostenido– las dificultades están
ahí. Su gran aria "Grossmächtiges Prinzessin" es en esta versión
más reducida en lo que se refiere a extensión –Strauss suprimiría un segmento
interno con veinticinco compases de gorjeos complementarios– pero aun así se
trata de todo un banco de prueba para una soprano de coloratura. De hecho,
Strauss (más que Hofmannsthal, por cierto) quería hacer de ella una especie
de escena de la locura de Lucia con trinos, roulades y toda suerte de osadías
interválicas, y pensaba encomendar el papel a diosas del gorgorito como
Frieda Hempel o Luisa Tetrazzini, aunque tuvo que conformarse con Margarethe
Siems para la primera versión y Selma Kurz –que tampoco era grano de anís–
para la segunda. En la partitura la parte se define como de hoher Sopran.
Sabido es que Strauss no podía ver a los
tenores ni en pintura y les martirizaba con tesituras criminales. Bacchus no
es la excepción, sino más bien la confirmación y el ejemplo de esta regla.
Con una vocalidad tan heroica como antipática, debe afrontar un dúo final con
Ariadne que puede acabar con él. Si, además de salir vivo del empeño, el
tenor ha podido ingeniárselas para lograr algún que otro matiz –que los hay
en la página–, ya puede empezar a hablarse de todo un primer espada.
El Komponist suele hoy día hacerlo una
mezzo-soprano, y si canta con el fervor necesario "Musik ist eine
heilige Kunst" puede incluso obtener todo un éxito. La parte, sin
embargo, es originariamente de soprano y en ella se han ilustrado ventajosamente
grandes damas del canto como la ya citada Lehmann, Elisabeth Schumann o Sena
Jurinac.
Harlekin, el barítono romántico del grupo
de comediantes, tiene una página de relieve ("Lieben, Hassen, Hoffen,
Zagen") que incluso admite una gravedad un tanto salonnière. Se trata de
librar a Ariadne de sus preocupaciones y debería sonar con la debida
convicción. En el estreno fue su intérprete Hans Duhan, que también cantaría
el Maestro de Música, otra parte de barítono. El resto de los personajes de
la Commedia dell’Arte son un tenor (Scaramuccio), un bajo (Truffaldino) y un
hohen Tenor (Brighella).
En cuando a las ninfas, Najade es una
hoher Sopran, Dryade una contralto y Echo una soprano. Convendría elegir para
ellas unas voces que tímbricamente pudieran combinar bien. Las valquirias
desvencijadas no sirven.
Marcel Cervelló
musicólogo, crítico de Opéra International y de Ópera Actual
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