Ariadna
auf Naxos:
Ópera de un solo acto basada en uno de los libretos más logrados
de la historia de la música teatral, nació de la propuesta del poeta
austriaco Hugo von Hofmannsthal de mezclar, en un espectáculo de "estilo
barroco", la tragedia y la comedia. Libretista y compositor, después del
éxito de Der Rosenkavalier, decidieron continuar sus colaboraciones, y fruto
de esta exquisita simbiosis resultó una especie de "ópera dentro de la ópera",
hábil recurso que tanto Strauss como Hofmannsthal supieron materializar con
gran lucimiento.
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Prólogo.- Viena, en la mansión de un rico burgués, a finales del siglo XVII.
"En la mansión del hombre más rico de Viena", se ultiman los preparativos de una fiesta: después de una cena de gala, se representará la opera seria Ariadna auf Naxos, primera obra de un joven y talentoso compositor. A continuación, unos comediantes deberán interpretar la opera buffa La infiel Zerbinetta y sus cuatro amantes, y se concluirá la fiesta con un castillo de fuegos artificiales. El Komponist, se muestra indignado cuando le anuncian que su arte se verá infravalorado por la posterior representación de una farsa. Pero esto no acaba aquí: el noble, previendo que el espectáculo se alargará excesivamente, y temeroso de que los invitados no se queden a presenciar los apoteósicos fuegos artificiales, da la orden a su mayordomo de que las funciones se ejecuten simultáneamente, y no una tras otra. El Komponist, que parece no dar crédito a lo que oye, quiere retirar su obra, pero el Maestro de danza propone una salomónica solución: recortar la ópera e introducir los intermedios de la comedia en los momentos adecuados. El Komponist se siente humillado con la decisión y, mientras recorta indignado su obra, decide marcharse y renunciar al cobro de sus honorarios. Los otros personajes –entre los cuales se encuentra Zerbinetta, entusiasmada con esta idea– se preparan para representar las dos obras mezcladas.
Acto I.- La ópera presenta el popular mito de Ariadna, hija del rey de Creta, que con Teseo vencieron al Minotauro que habitaba en el laberinto de la isla, librando así a Atenas del pago de un tributo sangriento. La pareja volvió a Atenas, pero Teseo, cansado de su nueva esposa, la abandonó en Naxos, una isla desierta.
Ariadna, abandonada por Teseo en una isla desierta, se lamenta de su destino y desea morir. Las tres ninfas del agua, del aire y de la tierra –Najade, Driade y Echo–, la adormecen con sus cantos. Pero cuando se despierta, de nuevo se siente angustiada por el sufrimiento. Los personajes cómicos de la opera buffa –Zerbinetta, Harlekin, Scaramuccio, Truffaldin y Brighella– escuchan curiosos los lamentos de Ariadna que no halla consuelo ni en la alegre canción que entona Harlekin. El único deseo de la esposa abandonada es encontrar el olvido en el Reino de los muertos. Zerbinetta intenta animarla explicándole su manera de concebir el amor y la fidelidad: las penas de amor se superan con un nuevo amante. Ariadna, escandalizada, se retira. Los cuatro comediantes masculinos reaparecen e intentan seducir a Zerbinetta, de forma grotesca, compitiendo por su amor; Harlekin resultará vencedor. Las ninfas anuncian la entrada de Bacchus, que llega cantando. Ariadna se lanza a sus brazos pensando que es la Muerte que llega para acabar con su dolor; pero no morirá, sino que pasará del deseo de morir al deseo de amar, y Bacchus, hijo de una mortal y de un dios, toma conciencia de su esencia divina como representante del amor.
La obra y la época
Los siete años que van de 1905 a 1912
significan, posiblemente, el período más fructífero, y sin duda el más
original, de la producción operística de Richard Strauss (1864-1949).
Imbuido, como casi todos los compositores de fin de siglo centroeuropeos, por
la obra de Wagner, Strauss rindió honores a esta filiación con dos obras de
juventud, Guntram (1894) y Feuersnot (1901), sin lograr ningún éxito
relevante. Pero cuatro años después de esta última ópera, con la redacción de
Salomé (1905), Strauss iniciaba el camino de una producción para la escena
que había de convertirlo, a lo largo de su dilatada existencia, en uno de los
autores operísticos más relevantes de todo el siglo XX.Con Salomé, Richard Strauss también iniciaba la vía de una estrecha colaboración con libretistas de gran valor, mucho más notables, en términos generales, que los literatos que habían colaborado en la tradición operística italiana, e incluso más originales que el mismo Wagner, que había escrito personalmente la mayoría de libretos para sus óperas basándose casi siempre en una reelaboración de la antigua mitología germánica. Así, Salomé se hizo sobre libreto de Hedwig Lachmann y del mismo compositor, pero con escasas variaciones respecto a la obra homónima de Oscar Wilde, que había dado al teatro su Salomé, en francés, en 1893. Con la redacción de Elektra, estrenada en 1909, Strauss empezaría a ofrecer una larga serie de óperas con el apoyo literario de uno de los más grandes autores de la literatura vienesa de todos los tiempos, Hugo von Hofmannsthal. Muerto este autor en 1929, Strauss aún contaría, para la redacción de los libretos de sus óperas, con un autor tan significativo como Stefan Zweig. Podemos decir, en consecuencia, que Strauss contó a lo largo de toda su carrera como compositor operístico con una de las nóminas más gloriosas de escriptores que ha conocido el mundo de la ópera. Pero, como decíamos, los siete años que van de 1905 a 1912 también son los años que señalan una de las evoluciones más cargadas de originalidad que se dieron en la producción musical de Strauss, afincado en Viena desde 1918 como director de la Ópera de dicha ciudad. En efecto, existe una distancia tan grande como significativa entre los argumentos y, en parte, el lenguaje musical de Salomé y Elektra, y los de esas dos obras monumentales, cumbres indiscutibles de la ópera del siglo XX, que son Der Rosenkavalier (1811) y Ariadne auf Naxos, estrenada en su primera versión al cabo de tan sólo un año. Salomé es una historia bíblica que, con cierto regusto naturalista y a la sombra de Wilde, Strauss convierte en atrevida exposición del tema de la femme fatale, de la mujer pérfida y lasciva (lo que no tiene nada que ver con la hija de Herodias tal como lo leemos en los evangelios sinópticos). Es un tema que encontramos no menos exagerado en la pintura francesa simbolista (Gustave Moreau, por ejemplo) y aún más en los pintores modernistas del fin de siglo vienés (Gustav Klimt, el más significativo de todos). Elektra, por su parte, retoma el mito de Sófocles sin alterarlo y permite a Richard Strauss, por la propia crudeza del género trágico, profundizar en el registro impresionista que ya encontramos en la ópera anterior. Por el contrario, como ya se ha dicho, las dos óperas que siguen a las dos citadas, es decir, Der Rosenkavalier y Ariadne auf Naxos, corresponden a una concepción de la ópera muy distinta, situada, no tanto en lo que respecta a la música, pero sí en cuanto a la acción dramática, en las antípodas de Elektra y Salomé. Un análisis detallado de esta evolución permitiría realizar un diagnóstico de la cultura vienesa de los primeros doce años del siglo XX y, especialmente, permitiría elaborar toda una teoría sociológica sobre la recepción de la música dramática de la Viena de aquella época. Der Rosenkavalier es lo suficientemente conocida para que podamos ahorrarnos un comentario más extenso: significa un homenaje a Mozart y una cierta apoteosis, cargada de melancolía, de un espíritu galante que había presidido el imperio austrohúngaro en tiempos de María Teresa pero que ya no podía encontrarse en la Viena de principios del siglo XX si no es, como residuo, nostalgia o reacción. Por eso resulta tan interesante Ariadne auf Naxos: esta ópera, con libreto de Hofmannsthal a partir del mito griego que narra las desventuras de Ariadna, abandonada por Teseo en la isla de Naxos, sirvió a Richard Strauss, por así decirlo, para presentar la dialéctica –que él mismo ya no resolvería nunca, si no es como renuncia de ciertos presupuestos de los años jóvenes– entre una ópera arraigada en la gran tradición dramática europea de la tragedia y una ópera vinculada, por amor de una sociedad que se encantaba en ella, a los argumentos más ligeros de la comedia. Para ser más exactos, en Ariadne auf Naxos se reunían la tragedia y la commedia dell’arte, la primera como resto filológico severo de una gran civilización perdida, y la segunda como exponente de una tendencia al entretenimiento aristocrático-burgués. El argumento es algo sencillo de contar (ponerlo en texto y en música es mérito indiscutible de Strauss y de su amigo poeta): en un Prólogo que la segunda versión (1916) liga perfectamente con la ópera propiamente dicha, conocemos que, en una casa señorial de la Viena del XVII (la misma época en que se desarrolla Der Rosenkavalier), un aristócrata ha invitado por error a una compañía de teatro trágico y una compañía de comedias en el día en que celebra su aniversario. Tras largas discusiones, el mayordomo de la casa da órdenes a ambas compañías para que representen las obras respectivas simultáneamente. La doble representación es objeto de toda la segunda parte de la obra, u ópera propiamente dicha: Aridadna lamenta su suerte en una roca de Naxos; tres ninfas la acompañan e intentan consolarla; aparecen los personajes de la commedia dell’arte y hacen todo lo posible por animar a Ariadna; finalmente, Bacchus salvará a Ariadna de su exilio, con una promesa de amor que la resarce del disgusto que le ha dado Teseo. Desde el punto de vista de la acción, no puede resultar más sencillo. La genialidad reside en el hecho de que tanto el libreto como la partitura fueran capaces de sintetizar de un modo maravilloso, insólito en el terreno de la ópera, dos registros tan antitéticos entre sí como el del teatro serio y el del teatro de bufonadas. La gran lección de esta ópera de Richard Strauss consiste en el hecho de que hoy podamos verla representada como quien ve escenificada y metaforizada una pugna sin duda incómoda tanto en 1912 o 1916 como a principios del siglo XXI: la cultura aristocrático-burguesa centroeuropea no ha dejado de moverse entre la estupefacta admiración de unas formas serias de teatro (las que aún indican todo lo que nos queda de la tragedia antigua) y la agradable inmersión en una forma de teatro destinado, por antonomasia, al puro entretenimiento.
Jordi Llovet
catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de Barcelona |
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Sobre la música en Ariadne auf Naxos
No obstante, lo que en una primera lectura del proyecto de Hofmannsthal parece un sustrato poético inofensivo, en un análisis más exhaustivo se revela como un concepto ideológico cuidadosamente meditado, de carácter filosófico-histórico, que manifiesta unas innegables aspiraciones a reformar la ópera. Hofmannsthal conocía las teorías que Wagner había publicado en su Oper und Drama, y es muy posible que –al adoptar aquí modelos formales del barroco– quisiera probar, muy conscientemente, las posibilidades de una composición recortada, en cierto modo disociada, que no siguiera una narrativa lineal, sostenida por una red de múltiples leitmotiv, persiguindo así una estructura dramaticomusical diametralmente opuesta al ideal de la continuidad ininterrumpida del discurso musical. Por este motivo forzó la colisión, frecuente en la práctica operística barroca, de los diferentes niveles estilísticos mediante la combinación de una ópera seria con un intermezzo de carácter cómico, hasta llevar estos dos géneros a una absurda simultaneidad, hecho con el que este recurso adquiría un rasgo de absoluta modernidad épica. Uniendo la palabra cantada con la hablada, e intercalando intermedios danzados, Hofmannsthal se posicionaba mucho más allá de aquello que Federico Busoni, unos años más tarde, pondría en pràctica con su Arlecchino al estilo del "nuevo clasicismo" ("jungen Klassizität"). Con el objectivo de conseguir una estructura formal lo más fragmentada posible, animó a Strauss a componer músicas de acompañamiento de la acción a modo de intermedio y divertissements cómicos. A partir de la mezcla de estilos de la "comedia-ballet" de Molière y Lully, nada carente, por cierto, de referencias de crítica social, se había desarrollado la tragédie lyrique como forma predominante de la ópera en la corte francesa (Hofoper) de l’ancien règime. Hofmannsthal perseguía un concepto semejante, en el que pretendía unir les particularidades de la comedia-ballet francesa con los ingredientes de la anterior opera seria italiana, así como los juegos de máscaras de la Commedia dell’arte. Después de las primeras propuestas concretas de Hofmannsthal, Strauss debió de comprender que su libretista pensaba en una composición operística que implicaba una cierta degradación de la música: convertirla en un medio puramente ilustrativo y supeditado a la palabra. Pero Strauss difícilmente toleraba ninguna tutela por parte de un libretista, porque desde hacía tiempo había adquirido el reconocimiento internacional con sus poemas sinfónicos puramente instrumentales, como Don Juan, Till Eulenspiegels lustige Streiche y Also sprach Zarathustra, y ya había desarrollado un estilo muy personal y singular en el campo de la música orquestal sinfónica. Como compositor, se hallaba en la cima de la modernidad musical y gozaba de una soberanía absoluta. Es por esto que no es de extrañar que encontrara muy "pesado" el trabajo en esta ópera y que de momento negara a Hofmannsthal la deseada aprobación del tema y el entusiasmo necesario. Strauss sólo empezó a entusiasmarse por el proyecto propuesto cuando Hofmannsthal pudo hacerle comprender que esta pequeña obra, concebida como un trabajo conjunto, tenía que ser creada solamente para dar las gracias a Max Reinhardt, con la ayuda del cual se había conseguido convertir en un éxito sin precedentes el estreno absoluto de Der Rosenkavalier en Dresde. No obstante, la concepción dramatúrgica absolutamente extraordinaria concebida por Hofmannsthal, con la combinación de teatro hablado y teatro cantado, resultó bastante problemática en cuanto a su estructuración compositiva. De hecho, Strauss sólo empezó a creer en este argumento a raíz de una idea de Richard Specht, el futuro biógrafo del compositor, que sugería una separación total y completa de la ópera Ariadne de la comedia de Molière, y estructurar una nueva introducción musical y escénica. Para esta versión, los dos autores también tenían propuestas de composición claramente opuestas. Hofmannsthal quería que esta nueva introducción –una unidad de acción de cuarenta minutos– se representara como recitativo secco, o sea, sin arias, duetos ni otras intervenciones de lucimiento vocal. Sin embardo, Strauss concibió esta introducción como una mezcla de dicción fluida y lirismo enfático, un concepto compositivo que posteriormente desarrolló más ampliamente en sus conversaciones musicales Intermezzo y Capriccio. Contrariamente a las pretensiones de Hofmannsthal, en toda la obra no hay ningún recitativo en el sentido estricto de la palabra; la intención de Strauss de conseguir en la introducción una conversación musicada, se manifiesta más bien como un tipo de "parlando" que fluctúa con gran flexibilidad entre secco y accompagnato. Además, aparecen en ella pasajes culminantes parecidos a arias, como, por ejemplo, en la canción de "Venus’ Sohn", en la ariette del maestro de danza, en el dueto Zerbinetta-Komponist, y también en "Musik ist eine heilige Kunst". En todas estas intervenciones aparecen anticipaciones con carácter de leitmotiv, que adelantan motivos característicos de la ópera que seguirá, a menudo con una acusada agudeza irónica. El preludio instrumental, por su lado, que da paso a la ópera propiamente dicha, recuerda tímidamente la apertura francesa, pero después de un motivo introductorio, que parece un plagio del enérgico tema que encabeza el comienzo de Der Rosenkavalier, y de algunas notas estimulantes y decorativas en Re mayor, no ofrece nada más que una especie de popurrí bastante superficial de los temas principales, incluido también el del personaje del Komponist. Por lo general, por lo que respecta a la figura del Komponist, Strauss consiguió esbozar un personaje extremadamente acertado, partiendo del concepto específico al que le obligaba este papel de hombre interpretado por una mujer. Dicho papel ha supuesto los éxitos más triunfales de las grandes sopranos del siglo XX, como Lotte Lehmann, Elisabeth Schumann, Sena Jurinac o Irmgard Seefried, en el emocionado idilio en Mi mayor, concebido como un dueto de amor entre el Komponist y Zerbinetta, donde él le explica el contenido de su opera seria con palabras excéntricas y con la grandilocuencia operística que adquiere la entonación musical, la cual se opone diametralmente a la alegría cómica que caracteriza la Commedia dell’arte. Strauss también destruye las diferencias introducidas por Hofmannsthal entre las cuatro figuras cómicas que rodean Zerbinetta, modificando sus diferentes entradas y salidas de escena. Con el objetivo de no poner de relieve el lirismo tan ágil de las pequeñas canciones que atribuye a Arlequín, Zerbinetta y Bacchus, Strauss las intensifica y las llena de patetismo. La canción es sólo un pretexto formal. El cuarteto de los Arlequines, convertido en quinteto con la intervención de Zerbinetta, sigue la forma de un rondó. Para el aria de bravura dividida en tres partes de Zerbinetta, Strauss nos remite explícitamente a los modelos de Bellini, Donizetti, Hérold, Verdi y Mozart. El "Töne, Töne" de las ninfas recuerda la canción de cuna "Schlafe, schlafe, holder süßer Knabe", op. 98, n.º 2, de Franz Schubert. Es así como una figura más bien efébica –Bacchus–, que todavía no ha tomado conciencia de su divinidad, y que acaba de pasar de niño a hombre maduro a través de su experiencia amorosa con Circe, se convierte en un Siegfried wagneriano forzado a la afectación debido a la elevada tesitura. También el alargamiento y la intensificación vocales ya mencionados, que hacen que las canciones de Zerbinetta se conviertan en una verdadera gran aria, chocan con la visión de Hofmannsthal, porque carece –más claramente que en el aria equívoca del cantante en Der Rosenkavalier– del momento de la parodia operística. Precisamente por esto, el aria de Zerbinetta se convertiría, pese a todo, en una pieza de lucimiento de esta ópera, con la cual, tras Selma Kurz, sopranos de coloratura como Maria Ivogün, Adele Kern, Rita Streich, Erika Köth y Edita Gruberova pudieron lograr los más grandes éxitos. Así pues, y pese a la gran admiración que Hofmannsthal tenía por Strauss como compositor, le perduraba la espina de no haber sido entendido. Esbozó la problemática subyacente en su carta del 6 de diciembre de 1919 a Rudolf Pannwitz, en la que acusaba al compositor de haber "hecho grosera la delicadeza, dejado de lado la espiritualidad, degradado el ingenio". Strauss, sin embargo, se preocupó muy poco de semejantes quejas, porque sus criterios eran otros. Con su música perseguía el desarrollo de elementos de efecto estético en el público que más bien se orientaban hacia las categorías de sonoridades sinfónicas orquestales, la configuración de arias de gran efectividad y la caracterización plástica y realista de los personajes.
Julia Liebscher
professora de Historia de la Música de la Universidad del Ruhr-Bochum
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